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En épocas en que el cine se centra más en efectos especiales, un repaso por la obra imprescindible del director franco-griego que no perdonó a los dictadores de ningún signo y se animó a sentar en el banquillo a los peores de la historia
Infobae
¡ Chac! ¡Chac! ¡Chac! (repetición ad infinitum). En la platea, asombro. De esos que hacen sentarse en el borde de la butaca. Los disparos de la cámara fotográfica parecían mortales disparos de repetición lanzados por un reportero gráfico. Pero la explicación era bastante simple. Corría 1969, la cámara era una Nikon con motor, prodigio aún no conocido en estas pampas… Pero el film, al avanzar, redoblaría la sorpresa y la complicidad con la historia. Desde su título-incógnita, Z, hasta el nombre de su director, Costa-Gavras, de quién sólo los críticos y los acólitos de los cineclubs conocían su talla a partir de sus dos primeros títulos: Los rieles de la muerte, 1965, con Simone Signoret e Yves Montand –dos gigantes–, y Un hombre de más, 1967. Pero Z era la impactante entrada al mundo de Konstantinos Gavras, nacido en Atenas (1933), hijo adoptivo de París y ciudadano francés. Es la reconstrucción del asesinato de un líder izquierdista a manos de la policía, y el intento de atribuirlo a un accidente. Nada nuevo bajo el sol.
Pero Costa-Gavras convierte la historia en una obra maestra. Eléctrica, sin dar respiro, directa, valiente, tiene valor de alegato sin renunciar a la estética. Y así le fue: Premio del Jurado en el Festival de Cannes, y Óscars a mejor película extranjera y a mejor montaje: una de las armas más contundentes del recién venido director. Está basada sobre un libro de Vassilis Vassilikos, y Costa-Gavras escribió el guión con Jorge Semprún (1923-2011), español talentoso si los hubo, además de político. Todo listo… menos el dinero. Que consiguen en Argelia. Los protagonistas, JeanLouis Trintignant e Yves Montand, aceptan trabajar por monedas: un signo de respeto y militancia por la verdad. Como tantos, el trío –director y actores– están cautivados por el comunismo. Y al menos en la superficie, hay razones: un año antes París fue conmovido por la rebelión estudiantil, las volcánicas inscripciones en las paredes y las batallas campales con la policía.
Ese Mayo del 68 del que no quedarían rastros, salvo unas pocas líneas en las enciclopedias… Y por si poco fuera, Costa-Gavras y su troupe filman en Argelia, colonia francesa azotada por los paracaidistas franceses guiados por el general Jacques Massu. Una negra sinfonía de presos de la resistencia anticolonial torturados y muertos, y bombas plásticas como respuesta. Lucha desigual. En uno de los choques mueren quinientos guerrilleros argelinos… y seis paracaidistas. Un director italiano, Gillo Pontecorvo, reflejó esa gesta en un capolavoro todavía vigente: La batalla de Argel. Imperdible… Por fin, Costa-Gavras se afilió al Partido Comunista. Pero sin vendas en los ojos. Entre 1965 y 2012 rodó veinte films, pero su escudo de armas se reduce a cinco que justifican toda su carrera y, sobre todo, su estilo: mezcla de épica, suspenso, vértigo. Una cámara sin tiempos muertos… Como tantos, el trío –director y actores– están cautivados por el comunismo. Y al menos en la superficie, hay razones: un año antes París fue conmovido por la rebelión estudiantil, las volcánicas inscripciones en las paredes y las batallas campales con la policía. Ese Mayo del 68 del que no quedarían rastros, salvo unas pocas líneas en las enciclopedias… Y por si poco fuera, Costa-Gavras y su troupe filman en Argelia, colonia francesa azotada por los paracaidistas franceses guiados por el general Jacques Massu.
Una negra sinfonía de presos de la resistencia anticolonial torturados y muertos, y bombas plásticas como respuesta. Lucha desigual. En uno de los choques mueren quinientos guerrilleros argelinos… y seis paracaidistas. Un director italiano, Gillo Pontecorvo, reflejó esa gesta en un capolavoro todavía vigente: La batalla de Argel. Imperdible… Por fin, Costa-Gavras se afilió al Partido Comunista. Pero sin vendas en los ojos. Entre 1965 y 2012 rodó veinte films, pero su escudo de armas se reduce a cinco que justifican toda su carrera y, sobre todo, su estilo: mezcla de épica, suspenso, vértigo. Una cámara sin tiempos muertos… Los años no lo acallaron. Sendero de traición apunta contra el racismo norteamericano en el sur. La caja de música trata los crímenes en la Segunda Gran Guerra (Oso de Oro, Festival de Berlín) Hanna K., el conflicto palestino-israelí. Edén al oeste, sobre la inmigración ilegal. El Capital, alegato contra los banqueros. Amén: las buenas relaciones entre el Vaticano y Hitler. Y unos pocos etcéteras más… Hoy, un tiempo en que la crítica social y política es escasa –o nula–, y olvidada entre los estruendos de los efectos especiales, las aventuras intergalácticas y los cuentos de hadas, este griego-francés merece la tarea de buscar y rebuscar en los sitios y cuevas ad hoc algo de su cine. Ese cine que empezó con el ¡chac! ¡chac! ¡chac! de una cámara fotográfica novedosa, y se convirtió en el Tribunal Supremo de un director que sentó en el banquillo a los peores de la historia. Y fue justicia.