En este libro la escritora mexicana traza un viaje en auto por rutas norteamericanas, que va desde Nueva York hasta Arizona. En ese auto viaja una pareja de documentalistas sonoros, que como se define en el libro buscan “documentar los jadeos de una bestia gigante”, haciendo referencia a las ciudades
“Hay maneras de capitalizar la rabia política para transformarla en distintas expresiones”
- LUISELLI
Infobae
La escritora mexicana habló con Infobae sobre su celebrada novela y sobre su ensayo “Los niños perdidos”, en los cuales aborda el tema de los chicos migrantes. “En EE.UU. no suelen entender que la llegada de niños indocumentados se da como resultado de las guerras estadounidenses en Centroamérica en los 70”, dijo. La necesidad de documentar la violencia y también las huellas de un mundo que se esfuma, en esta charla
Esos niños habían venido a Estados Unidos en busca de protección legal, en busca de sus madres o padres, o en busca de otros familiares que habían migrado antes y que quizás los recibirían. No buscaban el Sueño Americano, como suele decirse. Los niños buscaban simplemente, una escapatoria de su pesadilla cotidiana”, escribe la narradora que fabricó Valeria Luiselli (México, 1983) en su última novela Desierto Sonoro, editada en Argentina por la editorial Sigilo y que ya va por su segunda edición. En este libro la escritora mexicana traza un viaje en auto por rutas norteamericanas, que va desde Nueva York hasta Arizona. En ese auto viaja una pareja de documentalistas sonoros, que como se define en el libro buscan “documentar los jadeos de una bestia gigante”, haciendo referencia a las ciudades. Durante el trayecto de ese viaje esta pareja se va a dar cuenta de que su relación pende de un hilo y que sus intereses están cruzados, aunque no solo en lo profesional: ella busca indagar sobre la realidad de esos niños migrantes que llegan a Estados Unidos y él busca abocarse a los Apaches, habitantes originarios del sur estadounidense.
“La sensación, al menos para mí, es como que estamos en un periodo de transformación profundísima en donde las maneras en que nos relacionábamos unos con otros, nos comunicábamos, las maneras en que leíamos, estábamos, viajábamos, están cambiando. Es una sensación difícil de explicar, pero sin dudas es uno de los impulsos que están detrás de la novela. Un esfuerzo por pensar en cómo las cosas pueden dejar huella cuando están en proceso constante de esfumarse”, dice al otro lado del zoom Luiselli, quien amablemente atendió a Infobae Cultura sentada en uno de los ambientes de su casa en Nueva York, mientras sortea los estragos de la pandemia mundial y en especial en su país de residencia, donde el Covid – 19 ya se cobró la vida de más de 200 mil personas.
La presentación de Luiselli señala que estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que su mamá se unió al Ejército Zapatista cuando ella era muy chica, que es hija de un diplomático – primer embajador de México en Sudáfrica tras el fin del apartheid con Nelson Mandela a la cabeza – y que por la labor de su padre pasó su infancia de aquí para allá, recorriendo distintos países, entre ellos Costa Rica, India y Corea del Sur. “Cuando empezamos a mudarnos de un país a otro siempre tenía unos cuadernos que me hacían sentir anclada”, le dijo en una entrevista a la revista Vogue. “Frente a sentirme insegura y desconocer el lenguaje de algún nuevo lugar, prefería abrir mi cuaderno y escribir. A la fecha sigue siendo mi primer impulso: cuando llego a un aeropuerto, escribo. Es como mi bastón”, concluyó en esa misma nota.
La escritora mexicana además de Desierto Sonoro – libro que este año le hizo ganar el premio Premio Rathbones Folio (es la primera mujer en conseguirlo) – publicó las novelas Los Ingrávidos (Sexto Piso, 2011) y La historia de mis dientes (Sexto Piso, 2013); y en lo que responde a materia de ensayo, dio a conocer los títulos Papeles falsos (Sexto Piso, 2010), Where You Are, “Swings of Harlem” (Visual Editions, 2013) y Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas (Sexto Piso, 2016). Este último libro se desprende de su trabajo como interprete voluntaria en el tribunal de la ciudad de Nueva York, donde se encargó de traducir al inglés las 40 preguntas que deben responder los niños migrantes, a partir de un formulario de admisión que se les entrega ni bien ponen un pie en suelo americano y con el cual se va a determinar su situación legal.
-Si uno ve en perspectiva Los niños perdidos y Desierto Sonoro, se nota que fue necesario escribir primero ese ensayo político para dar después con la temperatura de la novela. ¿Se retroalimentaron ambos textos?
-Uno se desdobló a partir del otro y, por supuesto, uno dejó una huella en el anterior. Originalmente empecé a escribir Desierto Sonoro antes de saber que lo estaba haciendo. En ese período estaba trabajando en la Corte de Migración traduciendo testimonios y la novela no me quedaba para poder hablar de ese material. No le estaba haciendo ningún favor a la novela tratando de escribir de manera tan directa lo que estaba escuchando en la corte y tampoco le estaba haciendo ningún favor a la situación misma ficcionalizándola. Dejé de escribir la novela y escribí Los niños perdidos, que es un testimonio muy directo. Un ensayo al fin. Y después pude regresar a la ficción, no sólo pensando la novela con mayor libertad sino también habiendo entendido cosas fundamentales sobre la narrativa amplia de la crisis. Capas muy hondas debajo de esa crisis: la violencia sistemática hacia las comunidades indígenas de Norteamérica y Centroamérica; la responsabilidad histórica de Estados Unidos frente a la devastación del tejido social, las ecologías y las economías en los países en los que intervino. Todas estas cosas se fueron esclareciendo en la escritura del ensayo, de modo que en la novela no tuve otra vez que rearticularlas, pude partir de una base más clara.
-Con el ensayo pudiste canalizar el enojo político, en la novela no aparece tan clara esa bajada de línea, tiene otra porosidad…
-Nunca dejé de estar encabronada (risas). Pero, claro, hay maneras de capitalizar la rabia política para transformarla en distintas expresiones. La novela no está escrita con menor rabia o sensación de urgencia, pero hace un esfuerzo que el ensayo no tiene que hacer. Trata de permanecer lo suficientemente porosa para que un lector ingrese en ella como se ingresa en un espacio o en una relación con otras mentes. Las novelas las concibo como espacios. Vivimos en ellas durante un tiempo y son espacios donde hay gente que habla, que se divorcia, que se pelea, que se chupa el dedo. En un ensayo estás simplemente frente a una mente articulando preguntas, visiones.
-La novela parece preocuparse por las voces de esos niños que, por momentos, toman protagonismo para preguntar y ahondar sobre la historia de un país que muchas veces, si no la mayoría, más que aclarar termina por esconder la basura bajo la alfombra.
-Piensa en las historias y en la manera en que se transmiten entre generaciones. Cómo articulamos para las generaciones más chicas una visión del mundo, una versión de la historia y cómo esas generaciones destajan esa versión, la mezclan, rearticulan y generan una versión distinta. Por eso me resultaba importantísimo que esta novela abriera paso a una visión de esta misma historia articulada desde la infancia. Los niños en esta historia escuchan las historias de la crisis de la diáspora actual de niños llegando a Estados Unidos a pedir asilo y escuchan historias del genocidio y el despojamiento de los pobladores originarios de Norteamérica. Yuxtaponen esas dos historias y ahí se hace evidente lo que para mí se ha vuelto evidente a lo largo de los años: que la violencia en Estados Unidos hacia los así llamados grupos minoritarios es una violencia obviamente sistemática, legalizada, institucionalizada y que consiste fundamentalmente en desaparecer a los otros. Y con esto no me refiero a como pensamos la desaparición en el Cono Sur, donde se tiraban cadáveres al mar, sino que acá se da encarcelando a la gente. Despareciéndolos como hoyos negros adentro del país y poniéndolos a trabajar. Es el legado de la esclavitud.
La violencia en Estados Unidos hacia los así llamados grupos minoritarios es una violencia obviamente sistemática, legalizada, institucionalizada y que consiste fundamentalmente en desaparecer a los otros encarcelando a la gente
-¿Fue un modo de volver a casa esa decisión política de regresar al español? ¿Volviste a sentir pertenencia por tu lengua?
-Es muy rara la pertenencia de la lengua. La lengua es de quien la usa. Sin embargo, el español, el mío, sobre todo, sentía como que estaba empacado al vacío. Como en bolsas ziploc. Sólo lo hablaba en casa y con mis padres y no era por ende una lengua mutante, viva, variada, como es la lengua en el espacio de la calle, en el mercado, en la escuela. Todos los espacios donde confluyen los distintos acentos, modos. No fue hasta que llegué a México que empecé a sentir la frustración de no poder jugar el juego de esa lengua, del español chilango, que siempre está lleno de vericuetos. Creo que de ahí venía mi necesidad de entrarle de otro modo. Del modo en que yo podía.
-¿Cómo viviste ese choque cultural de trabajar con una lengua como el inglés, que no es la tuya? ¿Lo llegaste a sentir como una traición a tu lengua madre?
-Mis editores en México lo concibieron de esa manera. Grandes y maravillosos pleitos, luego reconciliaciones, sobre el hecho de que estuviera escribiendo con la lengua del imperio. Los niños perdidos, que está escrita originalmente en inglés, quería que alguien lo tradujera al español porque yo estaba trabajando en la novela. Tuve una reunión con mis editores mexicanos en una cantina para discutir, supuestamente, los pormenores de quién iba a ser la traductora y si se iba a publicar como un librito o lo íbamos a publicar en una revista y al final terminó pasando que me dieron cuatro tequilas y al cuarto acabé firmando una servilleta donde me comprometía a autotraducir cualquier cosa que osase a escribir en la lengua del imperio. Los niños perdidos lo autotraduje y terminó siendo un libro de más páginas y más completo. Pero con la novela no pude hacer lo mismo. Es un animal demasiado grande en el que trabajé durante cinco años. Cada vez que intenté hacer una traducción me atoré. La terminó traduciendo Daniel Saldaña Paris, excelentemente.
Luiselli se queda unos segundos en silencio, sus ojos se desvían de la pantalla, perdidos en la reflexión; piensa y tira del hilo de eso que le queda por decir. “Fue una decisión política empezar a escribir en español. Tenía una tremenda ansiedad por pertenecer a la comunidad lingüística en la que había nacido, pero en la que me sentía extranjera. Mi primer libro fue sobre la ciudad de México y en mi lengua. Eso respondía a todo aquello de inscribirme en mi propia lengua.”
Los protagonistas de la novela en un pasaje dicen: “documentar significa simplemente coleccionar el presente para la posteridad” y es inevitable pensar en eso como un recurso tuyo para darles voz a quienes no pueden alzarla. En este caso, la historia de estos niños que escapan de vidas horribles en busca de asilo y terminan presos. ¿Contarlo es lo único que queda por ahora? ¿Es una manera de hacer justicia?
-Es un pequeño modo de empezar a dejar una capa para la posterior justicia histórica, si es que eso llega a pasar algún día. El otro día di una charla a trabajadores y trabajadoras de la salud que trabajan con poblaciones indocumentadas. Todos me preguntan siempre qué pueden hacer más allá de lo que ya hacen, que es mucho, para empujar los límites de su quehacer y mover el discurso para no tener que estar siempre en la restricción del marco legal y las narrativas que el marco legal mismo le impone a la historia de los migrantes. Lo que les digo es que me parece más importante que dejen por escrito un testimonio de lo que ven, aun si es algo que no se va a publicar ahorita o quizás nunca, pero que dejen escrito todo aquello de lo cual son testigos. Ese archivo futuro va a ser un archivo indispensable no sólo para académicos sino también para la generación misma que es parte de esa diáspora, que en un futuro va a poder volver sobre esos testimonios de otros para rearticular su historia.
-“Esta generación de niños presentes en esta diáspora todavía no tiene la palabra, pero la tienen que tener, la van a tener en un futuro”, dijiste en una entrevista en referencia a este problema de la migración ¿Los talleres que brindas son una forma de darles herramientas a estas generaciones para que después cuenten su historia?
-Es la idea de estos talleres que empecé en 2018 en un centro de detención. Ahorita no hay acceso a los centros, aunque podría hacerlo a través de zoom pero es muy complicado porque no permiten que haya computadoras. Es muy siniestro. Esos centros se conciben a sí mismos como albergues, pero son espacios carcelarios. Los niños y las niñas que están ahí no tienen derecho a tener computadoras. De todas maneras, si bien estos talleres en un principio estaban pensados precisamente para eso: darle a esta generación las herramientas que a nosotros nos dieron en su momento quienes nos dieron clases de literatura y escritura, porque sin esas herramientas de niña jamás hubiese podido dedicarme a esto, por eso hay que pasarlas a las generaciones siguientes. No es la única manera, también me parece interesante hablar con abogados y doctores para que también ellos dejen un testimonio de lo que está pasando. La multiplicidad de voces y puntos de vista es esencial.
En Estados Unidos no suelen entender que la llegada de niños indocumentados de Centroamérica se da como resultado de las guerras estadounidenses en Centroamérica en los años setenta.
-Los arrestos por migración en la época de Obama rondaban en las 2000 personas, pero ahora con Trump ese número creció significativamente. ¿Cómo analizas esta situación? ¿Por qué crees que no hay una respuesta civil frente a esas encarcelaciones?
-Esta pregunta es fundamental. En orden de importancia, cuando hacen encuestas en Estados Unidos sobre los temas más importantes para la gente, la migración suele estar muy abajo en esa lista. Existe la concepción de que la migración es un tema de asuntos exteriores y no una realidad interna. Hay mucha ignorancia voluntaria en términos de las causas de por qué llega tanta gente al país. En Estados Unidos no suelen entender que la llegada de niños indocumentados de Centroamérica se da como resultado de las guerras estadounidenses en Centroamérica en los años setenta. Hay poca noción de la responsabilidad histórica. Parte del esfuerzo de escribir y hablar de estos temas está en recordar el papel central que ha jugado Estados Unidos en deshacer tantos países. Si hubiera más sensación de esa vinculación histórica entre Estados Unidos y otros países, la migración no sería un tema relegado al quinto, sexto, décimo lugar de importancia.
¿Y en México cómo es la política migratoria?
-Cuando entró López Obrador, una de las cosas que se decían era que iban a reenmarcar esta crisis migratoria en los derechos humanos y no en el marco de la seguridad nacional, que es precisamente lo que sucedió en Estados Unidos y después en México a partir del 9/11. Antes de eso, todos los temas migratorios los veía el Ministerio de Economía o de Hacienda. Eso cambió radicalmente al principio del siglo XXI y México se ha alineado con la política de Estados Unidos, como muchas veces lo ha hecho desgraciadamente para los mexicanos, por razones bastante evidentes: presión económica, presión militar y política. Pero sea cual sea el motivo, México le hace el juego a Estados Unidos y le hace favores. Y en particular con esta diáspora, México ha jugado un rol que me avergüenza mucho. Se convirtió en la plataforma en la cual deportan a más personas. Eso empezó en la era de Obama y Peña Nieto y siguió empeorando en la era de López Obrador y Trump. Tenemos que ser críticos con los sistemas más que con las figuras presidenciales. Si se va Trump en noviembre, ojalá así sea, y llega Biden las cosas no van a cambiar. A menos de que la población civil haga presión constante en las calles y en el discurso público.
-“Todos mis libros son sobre divorcios”, dijiste en otra entrevista. ¿Has vivido el amor como esa pareja que en Desierto sonoro se descompone al igual que el mundo que la rodea?
-He vivido muchos amores que se descomponen y luego muchos nacimientos de nuevos amores. La pareja de Desierto sonoro es como una pareja que está muy consciente, sobre todo ella, de que están presenciando como lo último de algo. Lo último de ellos como familia, pero también lo último de un mundo que se siente cada vez más efímero. La sensación, al menos para mí, es como que estamos en un período de transformación profundísima en donde las maneras en que nos relacionábamos unos con otros, nos comunicábamos, las maneras en que leíamos, estábamos, viajábamos, están cambiando. Es una sensación difícil de explicar, pero sin dudas es uno de los impulsos que están detrás de la novela. Un esfuerzo por pensar en cómo las cosas pueden dejar huella cuando están en proceso constante de esfumarse.
-Este viaje que traza la novela, donde no se ven GPS y solo mapas gigantes, muchas veces se lo linkea con Jack Kerouac y esa sensación de vivir al costado del camino. ¿Se puede considerar a Desierto Sonoro como una road novel que nunca encuentra el sueño americano?
-Es una novela escrita a contrapelo de las road novels, en el sentido de que no podemos ser tan naif ahora sobre el mito fundacional de Estados Unidos, que es el mito fundacional debajo de esos roads. Todas estas cosas que están en la base del imaginario colectivo de Estados Unidos están basadas en el mito del descubrimiento de la tierra vacía, ignota. Muy parecido a Argentina con lo de civilización y barbarie, la conquista del vacío en La Pampa. Ese mito también es muy de aquí y obviamente lo que se elude o lo que se soslaya voluntariamente en esa versión de las cosas es el genocidio y el ecocidio intermedio. Uno no puede escribir un road trip o una road movie, sin pensar en todo lo que ha sido derrumbado y borrado.
Tu abuela fue trabajadora en comunidades indígenas, y tu mamá dejó a la familia para unirse al movimiento zapatista. ¿Se puede decir que la conciencia política en tu familia viene a partir de las mujeres?
-Creo que sería muy esquemático decir eso. He tenido conversaciones con personas de ambos géneros en mi familia y creo que me he definido políticamente en conversación con todas esas voces. Es bonito y romántico, igual, pensar mi formación a través de las mujeres de la familia, porque es mi mito identitario y todos tenemos derecho a eso. Es fundamental la relación que tengo con las mujeres de mi familia. Son mujeres muy fuertes, muy mandonas, muy cabronas y a quienes admiro mucho. Eso es algo que las generaciones más chicas hemos tratado de recuperar. Ha sido fundamental redescubrir las historias de las mujeres de mi familia y redescubrirme a mí misma con relación a eso. Pero, otra vez, no solo eso me ha determinado. Uno es un pedazo de muchas cosas.
-¿Sentís que cambió el universo literario para la mujer desde que empezaste a escribir?
-Ha cambiado radicalmente y en los últimos años, para bien. Creo que viví hasta muy tarde pendejamente pensando que no hacía falta ser feminista. Como que ya habíamos logrado mucho. Como que ya la discusión estaba en otro plano y eso está mal. Hay muchísima lucha que dar todavía. Y, pues, la vamos a dar.