A 60 años de una muerte absurda, un repaso por el ojo crítico de un pintor que se valió de las vanguardias -del futurismo al dadaísmo- para realizar denuncias sociales y retratar para la historia la Alemania del periodo de entreguerras
Infobae
Fue futurista, dadaísta, expresionista y perteneció al movimiento de Nueva Objetividad, pero sobre todo George Grosz fue un artista que no se perdió en los devenires teóricos o estéticos, sino que los canalizó para expresar su rechazo al orden establecido, a los militares, a lo burgueses, a la iglesia, a los neo patriotas que se reunían en las vísperas del ascenso del nazismo, a los nazis cuando llegaron al poder, a todos aquellos que habían convertido su país en una expresión de decadencia, de violencia, de injusticias. Grosz (Berlín, 1893) fue un creador disruptivo, que convirtió la brutalidad que denunciaba en piezas fascinantes y que llegó a asegurar que su arte era su “fusil y sable”. Fue un agitador que no se ocultó, que expresó como nadie aquellos años convulsos tras la Gran Guerra, pero que finalmente debió huir. Y después de esa decisión, nunca volvió a ser el mismo.
La obra de Grosz puede separarse en etapas, algunas en las que es arrastrado por las tendencias artísticas europeas, las vanguardias, aunque también se producen momentos de ruptura, donde propone con su ojo crítico, con su pincelada mordaz, una recreación de una sociedad en decadencia. Su arte fue variando, es verdad, aunque no su compromiso, ya que incluso cuando escapa de las fauces nazis hacia Estados Unidos abandona en gran medida su espíritu combativo, aunque éste regresa de manera salteada en algunas obras. Como muchos artistas de su época, Grosz quiso ser un dibujante de historietas, un caricaturista, y durante su formación fue alumno del célebre pintor, litógrafo y grabador checo Emil Orlík en la Academia de Artes y Oficios de Berlín. Y lo fue en muchos sentidos a lo largo de su carrera, no solo porque creó su propia editorial y publicó obras en múltiples diarios, sino porque el dibujo, por sobre la pintura, fue el espacio donde mejor expresó su resistencia.
Con 20 años partió a París. El influjo de la ciudad, el centro del debate artístico, lo llevaron su obra hacia las vanguardias, en especial hacia el cubismo y el futurismo, aunque la mano expresionista, tan en boga entonces entre los jóvenes alemanes, también lo convocaba. Cuando regresa a Berlín comienza a mostrar con trazos simples esa furia que lo caracterizó. El primer objeto de su rechazo son los pequeñoburgueses; no serán los últimos. Los refleja en las obras donde relata la violencia, la delincuencia y los crímenes de un Imperio que comenzaba a fenecer y que recibiría su golpe fatal tras la Gran Guerra, de la que participó.
Su experiencia en la Primera Guerra Mundial estuvo lejos de lo heroico. Fueron apenas 6 meses en los que fue dado de baja por motivos de salud, aunque las semanas que pasa recuperándose de las profundas huellas psicológicas que le produjo el conflicto bélico resuenan con mayor potencia cuando se observan las obras posteriores a aquella experiencia, como Atentado y Carnaval Sangriento, en los que lleva la locura de los cadáveres y cuerpos amontonados a la ciudad. La guerra ya no es un territorio, lo es todo. En 1917 fundó la editorial Malik, donde publicó numerosos dibujos y algunos escritos, que le llevaron, en ocasiones, frente a la justicia y hasta recibir amenazas de fusilamiento por parte de los burócratas de Guillermo II. Ya establecido en Berlín, sus dibujos refuerzan su sentido crítico. Su lenguaje visual es atravesado por la denuncia, por el uso del grotesco como reflexión irónica, lo que le otorga una gran popularidad, pero a la vez un profundo rechazo de las élites, algo que iría en ascenso con los años. De a poco los rasgos expresionistas de su obra comienzan a desaparecer.
Ya no resultan efectivos para revelar las desgracias personales, como lo hicieron Edvard Munch o Ernst Kirchner. Berlín era una fiesta (o no tanto) La hoy capital alemana de aquellos años de posguerra es retratada por los historiadores como un espacio de caos, de injusticias, de prostitución y drogas. Es una época en la cual el desarrollo de las industrias farmacéuticas alemanas crece de manera exponencial y la pervitina, el nombre comercial de la metanfetamina, circulaba en los bares y hasta en los bombones de las amas de casa; una época en que la República de Weimar ingresaba en el ocaso, también traccionado por la deuda económica que significó enfrentar al Triple Entente (Reino Unido, Francia y el Imperio ruso) y que generó una profunda desocupación y hambruna en su pueblo. En eso contexto, Grosz no es neutral. Su producción muestra a ricos y a pobres, el esplendor burgués con la miseria, la vida nocturna -con sus cafés, bares y teatros de variedades- pero sin olvidarse jamás de la mayor tragedia: la que hombre le causa al hombre. También sale allí su odio por lo militar, como a la estructura que los solventa, jueces, clérigos y funcionarios. “Grosz compartió la fascinación romántica de Baudelaire por los personajes clandestinos, forasteros, delincuentes, mafiosos, soldados, víctimas de suicidio, el proletariado y las putas. En ese sentido fue la poète maudit de Alemania”, escribió Mario Vargas Llosa, en un artículo para la galería Tate.