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Sus apenas seis años como escritor bastaron para declararlo “Sin fecha de vencimiento”. Un repaso por las obras de uno de los autores de cabecera de Jorge Luis Borges
Infobae
Muy joven –apenas 17 años–, el traqueteo del tren, que a tantos desvela y hunde en historias absurdas, a él, André Mayer, que más tarde adoptará el Marcel Schwob que lo hará escritor de culto, lo hipnotiza un libro: La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson… De esa travesía escribirá: “Esas páginas me impresionaron como nada antes. Las leí bajo la luz vacilante de una lámpara de ferrocarril. Los cristales del vagón se teñían del rojo de la aurora meridional cuando llegué al final. Como Jim Hawkins, tenía ante mis ojos a John Silver y su botella de ron”. Y sin duda, el toc-toctoc de una pata de palo sobre el piso de madera, y el loro gritando “¡piezas de a ocho… piezas de a ocho!” Diez años después, el ávido insomne viajó a Samoa sólo para conocer la tumba de Stevenson, “pero vi gente desconcertante, unos hermanos maristas muy sucios, y huí sin ver la tumba”. Pero, aún sin capitán, loro y doblones, Marcel era un predestinado. Llegó a este mundo “donde toda construcción está hecha de sobras y escombros. Nada hay de nuevo en este mundo, sino las formas”, el 23 de agosto de 1876 en Chaville, Hauts-de-Seine, y partió injustamente temprano: a sus 37 años, el 26 de febrero de 1905, en París. Su padre, George, y sus tíos, rabinos, eran familia judía, casi rica, y cultísima. Según la leyenda –posiblemente cierta–, antes de sus 10 años dominaba el inglés y el alemán.
En esos días, la literatura era un barco a costalazos: babor y estribor, estribor y babor, entre el crudo naturalismo de Emile Zola y su militancia contra los males sociales, y el simbolismo de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé… Pero a espaldas de Zola y sus sueños de justicia, Marcel iba como un imán, una mariposa a la tulipa, a los bajos fondos, fascinado por los marginales, los pícaros (coquillards), los bandidos, los vagabundos, y el argot de esos personajes… No por nada estudió a tradujo a François Villon (París, 1463- 1431), el poeta del populacho, ladrón y asesino, y ahorcado a los 32 años. Final que había presagiado en su famosa Balada de los ahorcados…
La Dama de la Guadaña, a quien Jean Cocteau imaginó “encaramada en altos coturnos y envuelta en encerada tela negra”, apenas le dio tiempo para, en un breve segmento –seis años– escribir toda su obra, traducir a Stevenson y Shakespeare, y en 1896, dar a la imprenta sus Vidas Imaginarias: colección de veintidós biografías fundidas en un crisol de realidad, ficción y fantasía: de Empédocles y Eróstrato… a Pocahontas y el capitán Kid. En este punto irrumpe Borges: “Como aquel español que por virtud de unos libros llegó a ser don Quijote, Schwob, antes de ejercer y enriquecer la literatura, fue un maravillado lector. Le tocó en suerte Francia, el más literario de los países. Le tocó en suerte el siglo XIX, que no desmerecía del anterior (…) Sus Vidas Imaginarias datan de 1896. Para su escritura inventó un método curioso. Los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El sabor está en ese vaivén (…) Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia Universal de la Infamia.
Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob” (De la última solapa de la edición de Vidas… editado en la colección El Arcón de Emecé, 1998) Dos mujeres hubo en su vida. En 1890, Louise, una joven prostituta a la que amará con locura y que lo dejará cinco años después, abatida por la tisis: el estigma del hambre y la miseria. Casi sobre las cenizas de Louise conoce a su última pasión: Marguerite Moreno, actriz de fama, pero aún más notoria por su belleza y su voz, que Marcel juzga “irresistible, como de otro mundo”. Entre ese encuentro y Vidas Imaginarias transcurre un año, y quince hasta el extraño y terrible mal que lo matará… En sus biografías lo definen como neumonía o gripe…, pero son excusas dictadas por el asombro y la ignorancia. Según Marcel, “algo terrible se había apoderado de mis intestinos, y luego de operado me vi como un horrible cadáver eviscerado”. El triste final de Louise le inspiró los magníficos cuentos reunidos en El Libro de Monelle. Sus cuentos, a veces mágico cóctel de relato y poema, inspiraron a gigantes: entre ellos, Faulkner y Gide. Pero la historia de La Cruzada de los Niños, perla de la corona, tienta al delito de contarla.
CON PERDÓN, AQUÍ VA… Dos columnas de niños, impulsados por el fuego de la predica de unos monjes goliardos, parten –siglo XIII– de Flandes, norte de Alemania y Francia, rumbo a Jerusalén para liberar el Santo Sepulcro sin más armas que su fe y su inocencia. Una de las columnas zarpa desde Génova y una tempestad devora a sus barcos. La otra sale de Marsella y llega a Alejandría, pero no a la meta.