La música árabe utiliza una escala de veinticuatro tonos para construir sus melodías. El diccionario Alemán, Wharig, cuenta con 260 mil palabras. Sin embargo, nosotros en el hemisferio oeste, hacemos música con sólo 12 notas y según el diccionario de la Real Academia Española, contamos con sólo 93,111 palabras en español para expresar lo que sentimos. A veces me pregunto cómo no se han acabado las canciones. ¿Cómo se siguen creando nuevas melodías y nuevas historias? Me gusta creer en la siguiente fórmula: la creatividad + doce notas + 93,111 palabras = posibilidades infinitas.
Hacer canciones es como armar un rompecabezas; tienes muchas piezas a la mano, pero para hacer algo hermoso, tienes que elegir la nota correcta, con la sílaba correcta, que encaje con la pieza anterior y con la que le sigue. A eso añádele una temática original, una manera genial de decir las cosas, un sentimiento sincero y un ritmo pegajoso. ¡Liso, tienes una canción! Ojalá fuese tan fácil hacerlo como decirlo.
Comencé a componer de niña, en mi cuarto en Mayagüez, dedicándoles versos a los chicos del colegio que me gustaban, pero que no me prestaban atención. Escribía en libretas que llevaba conmigo a todas partes, pero que mantenía escondidas, para que mi hermana y mis primos no las leyeran. Ahora cuando leo esas canciones, me sorprende la intensidad, el amor y el dolor con que escribía a los 12 años. Mis canciones secretas, con el tiempo, comenzaron a salir a la luz. Me atreví a mostrarle mi música a mis amigos, a mi novio y a mis maestros, y después de varios años hasta a cantarlas en público. Recuerdo la primera vez que canté mis canciones en un bar en Miami. Estaba muerta del miedo, preguntándome: “¿Y si no les gusta lo que hago? ¿Y si nadie me aplaude?” Resulta que sí me aplaudieron y esa noche comencé a perderle el miedo a sincerarme con mi público.
He escrito cientos de canciones en mi vida y he trabajado con muchísimos compositores, y les puedo asegurar que todos tenemos nuestras propias técnicas para escribir y para inspirarnos. Hay quienes empiezan la canción por el título o por el coro. Hay quienes hacen la melodía completa y luego le van poniendo letra, mientras otros escriben toda la letra, como un poema, y luego le ponen música. Conozco artistas con horarios fijos para componer y otros que se sientan a escribir cuando les llegue la inspiración, ya sea a las tres de la tarde o a las tres de la madrugada. Yo escribo con la guitarra o el piano, pero hay muchos a quienes les gusta componer sobre una pista ya armada con un “beat” sabroso. Es imposible decir qué funciona y qué no, porque cada canción, cada cabeza, cada mano y cada pluma son diferentes.
Después de mucha prueba y error, de escribir más canciones malas que buenas y de tratar de hacer música pensando en “lo que suena en la radio”, he descubierto que a mí lo que me funciona es ser sincera. Escribimos mejor cuando somos nosotros mismos y hablamos de lo que sabemos, de lo que vivimos y de lo que sentimos. Para mí, escribir canciones es una necesidad y voy desatando nudos en mi garganta con cada frase y con cada melodía. Como dice Alejandro Sanz en “Amiga Mía”: “No es que sea mi trabajo, es que es mi idioma”. Estoy obsesionada con contar mis historias y con la posibilidad de que te sientas identificado con lo que estoy cantando. Esa es la magia de la canción: que con 12 notas y 93,111 palabras, podemos crear un universo paralelo en el que, sin conocernos, estamos conectados.